Sólo las manos

Ella mecanografiaba en el aire disolviendo pequeños abismos. Carta sobre los ciegos, decía, para beneficio de los que ven/ para aquellos que en el vuelo olvidan lo fundamental de la caída. Sus manos eran un puro gesto de búsqueda.

La imaginé recorriendo mi rostro, hallando la entrada de mi boca que tanto gustaba de sus dedos-manifiesto. Veía sus manos como un par de animales silvestres, animados por un arrebato de espuma, queriendo envolver la noche mientras de espalda a la lámpara entrelazaba el sueño, la copula, el aroma destiñéndose en su vientre. Respiraba lentamente, con un ritmo centrado en el movimiento de sus manos, absortas en marcar el tiempo de una música escuchada sólo por ella.

El cigarro se acababa, sentía el fuego alcanzando mis labios, el tiempo implacable dejando su marca visible en el tabaco. A Godard le gusta mucho el cuerpo de las mujeres, decía, pero más que la voluptuosidad de sus muslos, prefiere la voz infinita de sus rostros, sentenció. Entonces decidí contarle de la madera de los instrumentos musicales, de cómo el temblor que repica alguna vez en sus cuerpos se queda vibrando en lo más íntimo de sus moléculas, a la espera del juicio final. La resurrección. Era nuestra primera noche juntos, desnudos intona-rumori, fabricantes de ruidos originarios, sistemas disipativos intrincados en la réplica de un estallido primigenio.

Las manos

Sólo las manos

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