Paisaje con luciérnagas

Escritura que nace de los tiempos muertos, de la espera entre los sorbos tomados con tranquilidad de una botella de vino. Escritura de polen presta a la fecundación. Escritura de corteza que se quiere racimo brotando abismal en plena primavera. Escritura en ese otro lienzo por donde Alpha Böotis emerge laberinto o ruina circular. Escritura de arena, que como el extranjero, encuentra el ocaso junto a las aves y el descanso en las celdas, donde el eremita se impone ausencia del mundo. Escritura de luz, que separa del lumen inabarcable los pequeños trazos titilantes de una percepción.

La fotografía no como objeto sino como acto, decía, mientras su boca imitaba la intermitencia de las luciérnagas, el pulso a través del cual hacen visible su tiempo. Umbral, anacronía, emergencia de la imagen. El acto fotográfico la abordaba por completo. No le bastaba el gesto mínimo de asegurar el encuadre, la apertura, el tiempo de exposición. Por eso esculpía la luz con todo el cuerpo, durando entera con sus tres faros ojos, con su vientre obturador, con sus manos bellas y luminiscentes, cortando el vaho de la madrugada, besando en concentración prístina, lo visible de lo invisible.

“La luz es el primer animal visible de lo invisible.” José Lezama Lima

Del cuerpo (I)

Del cuerpo se dice su leve estertor, su principio entrópico, su apertura al mundo, su vieja maquinaria de humores y huesos, su evanecer frío. Del cuerpo se narran las montañas y algunos de los signos favoritos de los mercantes: los granos de sal o la espirituosa deuda pagada con un corazón humano. Pienso en tu cuerpo como en un rio, flujo incesante de presencias cálidas, plenas todavía de aquello que el fuego sordo arrebata en la fuga. ¿Pero quién nos curará del fuego sordo, deriva que nos consume con paciencia suprema? Algunos han cruzado el lago Baikal en nombre de la seda, para encontrarse en el lecho vivo de la amante; otros hienden en la batalla la espada sin filo, mientras la lluvia se ensaña con las gabardinas y los recuerdos de quien portaba en sus manos el sosiego de aquel hueco en el centro de la conciencia. Al fin de cuentas los cuerpos se cruzan, se inciden, se ejecutan, se penetran. Gran maravilla de las manos vacías, abiertas para contener el peso de tu nombre. Acariciar tus brazos o tu espalda es recitar ese conocimiento interior siempre en huida, que motiva la resignación escéptica.

Fabriano Rosapina. Tenderness of good fortune (2014)

Fabriano Rosapina. Tenderness of good fortune (2014)

Escritura hecha de retazos. Cosa Brava

En medio de una lectura de Agamben, sobre la gestualidad perdida en la Europa del siglo XX, recuerdo tus manos, tan ávidas de ser una extensión viva de tu voz. ¿Será acaso un hábito latinoamericano, un recuerdo de cuando la palabra era un decir franco, desde el corazón de las cosas? La Parresía aparece apenas como una sombra de esa otra expresión crecida cerca de esta tierra, cocida, como el maíz, para incrementar su semblanza ctonica. Porque en el habla de las cosas se compromete el ser todo, sus vínculos, sus conexiones. Ya antes de las partículas cuánticas, con su disfraz bosónico y leptónico, y el fantasma de las interacciones nucleares que evocan una danza elemental, la resonancia entera de lo que existe se daba por voz el gesto de la creación en el mundo.

Mientras pienso en eso, vuelve a mí el ahora, con tus manos, envolviendo el tazón con chocolate; tus ojos, más grandes que los míos, despiertos, para ofrecerme un paseo al jardín detrás de la cocina; los recuerdos, tejiendo la impresión estática del Pollock que compartimos, como un gesto del tiempo entramado; tu cuerpo, cálido y abisal, como para renacer tantas noches del hervor de los días.

Sólo las manos

Ella mecanografiaba en el aire disolviendo pequeños abismos. Carta sobre los ciegos, decía, para beneficio de los que ven/ para aquellos que en el vuelo olvidan lo fundamental de la caída. Sus manos eran un puro gesto de búsqueda.

La imaginé recorriendo mi rostro, hallando la entrada de mi boca que tanto gustaba de sus dedos-manifiesto. Veía sus manos como un par de animales silvestres, animados por un arrebato de espuma, queriendo envolver la noche mientras de espalda a la lámpara entrelazaba el sueño, la copula, el aroma destiñéndose en su vientre. Respiraba lentamente, con un ritmo centrado en el movimiento de sus manos, absortas en marcar el tiempo de una música escuchada sólo por ella.

El cigarro se acababa, sentía el fuego alcanzando mis labios, el tiempo implacable dejando su marca visible en el tabaco. A Godard le gusta mucho el cuerpo de las mujeres, decía, pero más que la voluptuosidad de sus muslos, prefiere la voz infinita de sus rostros, sentenció. Entonces decidí contarle de la madera de los instrumentos musicales, de cómo el temblor que repica alguna vez en sus cuerpos se queda vibrando en lo más íntimo de sus moléculas, a la espera del juicio final. La resurrección. Era nuestra primera noche juntos, desnudos intona-rumori, fabricantes de ruidos originarios, sistemas disipativos intrincados en la réplica de un estallido primigenio.

Las manos

Sólo las manos